viernes, 18 de marzo de 2011

Recuerdos de Roma

Hace dos años hice una escapada de tres días a Roma. He aquí una entrega de recuerdos, entre fotos, vídeos y extractos de un diario que escribí a propósito. Antes, enumero en orden de aparición qué fotografié en la breve presentación que sigue. La información la he extraído de la enciclopedia de El País y de la wikipedia.
La Plaza de San Pedro, entre Roma y el Vaticano.
El Coliseo fue inaugurado en el año 80, en época imperial. Acogió hasta 73.000 espectadores, atraídos, en principio, por la sangre de los gladiadores. Fue abandonado en el siglo VI, tras usarse como fortaleza.

En la Fontana di Trevi se lanzan cada día unos 3000 euros en moneda para pedir deseos, según la BBC, que añade que el dinero se destina a los más necesitados de la capital italiana. Esta fuente es la mayor de las barrocas romanas.

El pintor Rafael está enterrado en el interior del Panteón. A este edificio del año 125 de nuestra era, se le considera obra arquitéctonica cumbre de Roma y se conserva casi intacto.

La Capilla Sixtina es famosa por la decoración al fresco a manos de los más grandes artistas del Renacimiento, Miguel Angel, Rafael y Botticelli. 

En el Foro se celebraban las asambleas y los juicios. Había mercado, y, en el siglo II, se erigieron grandes basílicas y templos. En las fotos, se observan las columnas.




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Extractos. Primer día en Roma:

(...) "Pagamos y retomamos Via Ottaviano, una calle ancha, de adoquines y fachadas decentes, agradable de ver. Topamos con el muro del Vaticano y lo seguimos hasta desembocar en la plaza de San Pedro, lugar bello, diseñado para conmover y que conmigo lo consigue. La luz que ofrece el cielo raso combinada con el tono blanquecino de la obra y la amplitud de la plaza confieren solemnidad y magnificencia al lugar santo, justo lo que, obviamente, se buscaba con su edificación. Respiro sólo unos segundos, quiero decir que respiro de forma consciente por unos segundos. Una cola  larguísima bordea toda la plaza por el interior, paralela a las innumerables columnas que se alzan en la circunferencia de la plaza, y se pierde por la Basílica y edificios aledaños. Oímos a unas monjas hablar en castellano, y reto a Noe para que les pregunte sobre el papa. A ellas que nos vamos:
-Hermanas –les pregunta Noe-, ¿saben si mañana el papa oficiará misa?
-Pues no lo sabemos –responde una-. Da misa en fechas señaladas y mañana no sé si… aunque veo que han levantado el escenario.
-Ah, pues gracias.
-¿Qué sois españoles?
-Sí, de Barcelona –les contesto-, ¿y ustedes? –añado, pero me ignoran.
(…)
Nuestros cuerpos, vestimentas y complementos atraviesan escáneres con éxito antes de adentramos en Ciudad del Vaticano. Aún en la plaza, al final de una escalinata encumbrada por un pasillo que se hunde en las entrañas del Vaticano, un guardia suizo con uniforme abigarrado y lanza en ristre solemniza el tránsito de personal y jerarcas de la Iglesia a base de golpes en el suelo con la culata de la lanza. Cuando un purpurado entra o sale por el vano, el suizo, impertérrito por lo demás, golpea con ganas el enlosado y añade un ostentoso saludo marcial. Varias personas nos agolpamos debajo de las escaleras para contemplar y fotografiar el espectáculo, pues circula gente por esa puerta como agua por un río. En el poco rato que llevamos en la capital italiana ya hemos visto unos cuantos curas con alzacuello, algunos jóvenes y guaperas.
Una vez dentro de la basílica, un vigilante vestido con elegancia y sobriedad nos invita con poca amabilidad a no detenernos en la puerta. Nos adelanta un joven con un gorro de lana, a quien se dirige “presto” el mencionado vigilante y le conmina a descubrirse, cosa a la que el mencionado joven obedece sin pestañear. Nos adelanta un purpurado, a quien nadie se dirige para que se descubra. El templo impresiona más por fuera que por dentro. Bajamos a las tumbas papales. Demasiado ruido para un supuesto lugar santo. Las catacumbas, a tutiplén de vivos y muertos, por lo menos exhiben cierta austeridad en contraste con la suntuosidad de la Basílica y la Plaza de San Pedro. En frente de la tumba de Juan Pablo II –la única iluminada y con flores tiernas del día sobre la lápida- unos pocos fieles oran en silencio; una mujerona rubia, de aspecto germánico, reza de rodillas y compungida.
(…)
Magnífico el monumento a Vittorio Emanuele II, espléndido encuadre, inmaculado a juego. Orgullo -inédito en Cataluña respecto a España- por la patria italiana. Un vigilante de seguridad silba cuando cualquiera posa sus posaderas en los escalones que conducen a la tumba del soldado desconocido, custodiada, sospecho día y noche, por dos ejemplares del ejército italiano, adornada por un par de trípodes con fuego eterno y embellecida por una enorme y ostentosa corona de flores, proporcional a la majestuosidad del monumento. Ascendemos y ascendemos... admiramos la ciudad. Una gorra marrón de pana olvidada por alguien en un asiento despierta mi atención y creo que ese alguien es una chica que acaba de abandonarla, pero cuando insto a Noe a que se lo diga y se lo dice comprendo, entre risas, mi error. Nos dirigimos hacia la parte trasera de la construcción y, cuando me asomo al otro lado, ¡voilà!, retrocedo en un plis plas 20 siglos; la visión del coliseo rodeado de verde en el horizonte se apodera de mi. Ya no quiero ver la fontana di Trevi, las paredes del anfiteatro hechizan mi mente y aprisionan mi cuerpo como cuando un astro cruza el horizonte de sucesos y sucumbe sin remedio al agujero negro. Si volase, comprobaría cómo cientos de personas se aproximan por diferentes vías al tótem imperial, al igual que en tiempos los romanos acudían en masa a saciar su sed de sangre viendo degollar bestias o matar cristianos, o como ahora hinchas de clubes de fútbol corren en trance a los estadios a huir del mundo unos, y a disfrutar otros.
(…)
De cerca, advertimos que el dióxido de carbono de los vehículos ennegrece el coliseo y empobrece la contemplación del monumento, aunque sólo sea una décimas de la nota final. Roma contiene innumerables riquezas, ya de la Roma imperial, ya del Vaticano. Tan sólo con los vestigios de la primera o el significado de la segunda, la ciudad continuaría siendo visitada por multitud de turistas y eruditos. Tanto valor histórico y arquitectónico sembrando las calles debería ir acompañado de un cuidado minucioso, pero no ocurre así. El aroma a dejadez invade monumentos, calles y avenidas. A Roma le iría como anillo al dedo una política similar a la de la Barcelona de los juegos olímpicos, aquello de “Barcelona, posa’t guapa”. Claro que a los políticos del lugar muy posiblemente no les importe demasiado embellecer la ciudad, ya que las divisas turísticas no deben de haber menguado por la desidia con que tratan a su patrimonio, en particular, y al mobiliario urbano, en general. El coliseo ganaría en esplendor si las paredes ofrecieran un contraste blanco con su contorno.
Arribamos a la puerta de acceso a las cuatro de la tarde. La mujer que atiende la ventanilla nos informa que ya está cerrado y que mañana domingo abrirán de doce a cuatro. Un poco asombrados por tan escaso margen. Ha hecho un buen día en Roma, sol espléndido, azul intenso sobre nuestras cabezas. Pasadas las cuatro refresca con evidencia y el sol declina. Repensándolo sentados en una roca al lado de la entrada juzgamos que en España los horarios de trabajo son incompatibles con una vida ociosa. Ya no nos parece tan ruin la horquilla horaria del Coliseo. Decidimos dirigirnos hacia un paseo que hiende sus adoquines en un pequeños montículo, salpicado de ruinas, el foro romano. Oteamos entre los arbustos que cercan el camino y atisbamos más ruinas, algunas derechas, otras tiradas. Continuamos el paseo, oímos catalán (de Sabadell, por lo que dicen: parece que hablen fuerte para que sepamos su origen), hasta topar con una pequeña ermita en la que penetramos y descansamos sentados en las bancadas, hábito del que de ahora en adelante haremos uso. Retornamos por donde hemos venido y nos cruzamos de nuevo con las sabadellenses.
(…)
Tiramos por Via Laietana, perdón, Via del Corso, con tres dianas en mente: Pantheon, Fontana di Trevi y Piazza Spagna, la Dolce Vitta y Vacaciones en Roma, ya saben. Multitud de personas, quiero creer que son –somos- personas, nos arremolinamos entorno al Pantheon de Agripina, cuyo techo no es en parte. “¿Qué pasa cuando llueve?” , pregunta que acude a mi mente ipso facto. Dirijo mi atención al personal de entrada, enclaustrado en una cabina con ventanales. Un cartel atiende mi curiosidad, compartida y expresada por miríadas de personas antes de que a algún recepcionista se le ocurriera lo del cartelito. Y como en Roma no existen los plafones explicativos de los lugares históricos o famosos que pisas (debido -apuesta Noe- a que así obligan al turista a agenciarse una guía, un guía o un audífono-guía), el subalterno de turno se ingenió el cartelito plastificado impreso en word para abstenerse de acudir al psiquiatra o liarse a piños con algún incauto cuando tarde o temprano un día se levantara de mal fario y, harto de la preguntita de marras, no supiera canalizar hacia sus superiores su mala baba. En el suelo hay, asegura la nota, agujeritos para evitar que el agua encharque el interior. Buscamos y localizamos una ínfima parte de ellos.
Ya es de noche cuando la Fontana di Trevi aparece ante mis ojos (para no faltar a la verdad: cuando mogollón de peña y el griterío concomitante que rodea la famosa fuente irrumpe en mi campo perceptivo). Me parece aberrante la turbamulta que atrae la fuente. Es bella, pero encuentro morboso tanta acumulación de individuos arremolinada. Fotografío como buen turista típico y tópico la fontana, pero ante el débil flash de mi cámara desisto. Hace frío, más que en Barcelona.
(…)
Segundo día en Roma
Coincidimos en el deseo de desayunar en la granja de ayer. Nos atrae el café, el cruasán y el servicio. En Roma vuelve a hacer buen tiempo, despejado, azul intenso. Libre hoy de guiris –nosotros somos la excepción a la regla-, el local acoge a vecinos más que a trabajadores de la zona. Lo noto por la intensidad de los diálogos y la familiaridad con que el encargado conversa con la clientela. Mientras sucamos las pastas en los capuchinos distingo sin margen de error como las palabras “Barça”, “Español” y “Messi” fluyen una y otra vez de la boca del camarero, que conversa con un cliente algo mayor, trajeado y de cabello blanco. No hago caso, pero cuando pago interviene el calvo y con gorra:
-¿Españoles?
-Sí –le respondo sonriendo-, de Barcelona.
-¡Ah! ¿Cómo es posible? ¿Cómo posible que el Barça pierda con el Español? ¡Con Messi, cómo posible! -me suelta con la musicalidad típica del español hablado por italianos.
-¿Perdió el Barça?
El camarero se hace cruces. Compartimos la extrañeza de los oriundos por la hazaña del Español y el inexplicable batacazo azulgrana pero, en nuestro caso, el pasmo viene acentuado en secreto por el hecho de haber presenciado un interés tan pasional por un partido entre equipos españoles en un país extranjero. La bomba, tú.
(…)
De cabeza a la Capilla Sixtina. Atravesamos galerías sin detenernos a penas. Tapices, frescos, cuadros. Cualquier pintura, la más pequeña de las que embellecen numerosas bóvedas, donada a mi persona significaría que podría dejar de trabajar para vivir una vida ociosa, cómoda, o, al menos, para olvidarme del problema de fin de mes; un puñado de pinturas superan  –seguro- el PIB de ciertos países del mundo; y el museo entero (como otros tantos, pero éste, recordémoslo, es el del Vaticano, cuna de la caridad, se supone) valdría más que todos los países necesitados del globo juntos.
La aglomeración por el efecto embudo al traspasar una puertecita manifiesta que la capilla se acerca. Una repulsión similar a la que sentí cuando comprobé la tantísima gente que contemplaba la Fontana di Trevi recorre mi cuerpo al verme envestido por el gentío en la capilla de marras, más que una iglesia parece un concierto, o las Ramblas de Barcelona. Ya pueden repetir por megafonía sin parar: “No hagan fotos, no hablen alto, pisan un lugar de culto”. Imposible poner puertas al mar. Los flashes depositan inmisericordes la luz blanca sobre la pintura de Miguel Angel, la posibilidad de recuerdo tan suculento gana por goleada, el debo sucumbe sin miramientos al quiero. Con todo, el Vaticano no ceja en su empeño y  destaca “soldados” por la sala para que, con sus toques de atención de viva voz, mengüen los flashes.
-¡Mister, mister, please, no photos! -suelta con severidad un vigilante a un asustado y rápidamente huidizo turista. Futilidad de futilidades. A latigazo limpio, como les enseñó su maestro.
En otra sala hallamos un mapamundi trazado sobre una tela blanca fechado a principios del siglo XVI, recién descubierta América: admirable la precisión de la costa este del nuevo continente. Leo Barcelona pero no Madrid, que aún no existe como capital.
(…)
La caminata de ayer hace mella en piernas y pies cuando finalmente accedemos al interior del anfiteatro. Imagino el trajín de los antiguos espectadores romanos, subiendo y bajando a la carrera por escaleras -peldaños que ahora nosotros subimos y bajamos- para no perderse un ápice del espectáculo, vendedores de comida y bebida vociferando alimentos que apestan a frito y vinos aguados al estilo griego, vividores trampeando a la plebe con juegos ignotos para nosotros, pedigüeños necesitados y no necesitados, esclavos portando sombrillas o artilugios similares para la nobleza, pretorianos cuidando de la seguridad imperial, amantes secretos tratándose como amigos ante los amigos, el ensordecedor ruido de la masa sedienta de sangre, el silencio repentino ante un desenlace fatal y sorprendente… veo demasiada televisión. El anfiteatro, como monumento, se empobrece por dentro, las piedras que lo constituyen pierden la magnificencia con la que bañan la fachada.

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