Desde hace tiempo que esta sociedad denigra capacidades como el ejercicio de la memoria y de la competición, y lo hace, sobre todo, a través de la escuela. ¿Para qué memorizar si el conocimiento ya está en los libros?, argumentaban profesores de universidad en mi época de estudiante de Magisterio –ahora seguro que se referirán muy satisfechos a la existencia de internet-. Se argüía entonces a favor del aprendizaje significativo, por ejemplo. Lo mismo ocurre para la competitividad. La moda desde hace un tiempo es la cooperación.
Como padre, estos días visito colegios para mi hija. Y ya en algunos he oído la misma cantinela contra el aprendizaje memorístico y la competitividad. Me produce cierta náusea comprobar como tales ideas fraguan en los colegios sin que nadie –o muy pocos- hayan opuesto resistencia...
En mi etapa como maestro sustituto –en la que conocí unas cuantas escuelas de Primaria de Barcelona- si topaba con algún defensor de métodos tradicionales de enseñanza que así lo expresaba, era el docente “marginado” o “mal visto”. Otra cosa es que muchos de los que se llevaban las manos a la cabeza luego usaran métodos similares en sus clases (pero la galería es la galería).
No creo que se haya de retornar de forma exclusiva, ni mucho menos, a los métodos de las clases magistrales, pero tampoco, ni mucho menos, olvidarnos de ellos. Alguien dirá que qué importancia tiene que un crío de doce años memorice las comarcas de Catalunya, los ríos de España o, incluso, ¡las tablas de multiplicar! Pues bien, para mí mucha. Y no tanto por el conocimiento en sí, que también, sino porque aprender estos datos requiere ejercitar, precisamente, la memoria. Y con ello, de paso, empiezas a controlar y dominar una de las partes más importantes del ser humano. A saber: la mente y, en concreto, la atención y la voluntad.
Es muy sencillo atender a algo cuando nos interesa. No hay más que ver cómo los críos y los adultos nos abstraemos con facilidad cuando jugamos o vemos una película de nuestro agrado. Pero otra cosa bien distinta es adiestrar la mente hasta el punto de controlar la voluntad a nuestro antojo en cualquier situación. De hecho, dirigir la atención hacia lo que deseemos o creamos que debemos atender en un momento dado constituye uno de los triunfos capitales del ser humano. De esta manera, no se desperdicia energía en otros quehaceres mentales mientras tenemos que estar concentrados en algo determinado. Todo está dirigido de forma pertinente hacia la actividad que nos concierne, todo se disfruta más y no perdemos el tiempo con lamentaciones del tipo qué aburrido es esto (no dejamos espacio a la psique para la dispersión). Con esto no digo que haya que despreciarse la dispersión, la divagación y el ensueño.
Cuando trabajé de maestro pude comprobar como muchos casos en los que el alumnado no entendía o hacía de forma incorrecta un ejercicio tan solo se debía a la falta de atención, ni más ni menos. Una vez observaban o escuchaban con atención –cuando lograban decirle a su voluntad: “¡Estate quieta aquí!”- la dificultad se resolvía. Y esto se daba tanto para cuando se trataba de comprensión oral como escrita.
En la última década, a mi parecer, ha habido tres cambios profundos en los colegios: el incremento de la inmigración y por lo tanto de la diversidad cultural, el auge sin igual de las nuevas tecnologías –en especial, internet- y la introducción del conocimiento de uno mismo a través de contenidos transversales como pueden ser las emociones. En este último aspecto, ha cobrado mucha importancia la cooperación como habilidad social deseable en toda persona. No creamos que la cooperación es una idea pedagógica sin más. Como otras muchas proviene del mundo empresarial. Es aquí en donde han caído en la cuenta de que, además de la competitividad, un factor clave para el éxito del negocio es la cooperación, ya entre los empleados, ya entre empresas. Parece, sin embargo, que en la escuela ahora se abomine de la competición, como si fuera de golpe y porrazo una especie de mal a erradicar fruto del voraz capitalismo.
A mi entender, la competición es un motivador del aprendizaje tan o más importante que la cooperación. Fijémonos en muchos deportes. Si hay que tratar de mejorar algo en la metodología competitiva es el juego limpio, el saber perder y ganar... Por lo demás, no veo óbice a continuar usando juegos o actividades competitivas en las escuelas, que pueden espolear al alumno a extraer lo mejor de sus capacidades o incitarlo a desarrollarlas más. Error de los docentes sería retar al alumnado con desafíos demasiado difíciles que podrían acarrear desánimo o frustración.
Con todo, al margen del ejercicio de la memoria como instrumento para domeñar la atención y de la competitividad –o la cooperación- como método educativo, el aprendizaje debería ser una motivación por derecho propio. El conocimiento adquirido debería ser la recompensa, ese pequeño gran goce obtenido de saber algo nuevo. En los primeros años, más juego y menos fichas.
En resumen, creo que los docentes o las escuelas deberían reflexionar –juzgar y valorar- sobre la utilidad o inutilidad de la metodología educativa –y los abusos-, y no oscilar según “las modas” o las órdenes verticales, por otro lado impuestas muchas veces desde instancias que no pisan nunca las aulas o hace muchísimos años que no las viven en el día a día. Y no hablo de un equilibrio entre metodologías. Me refiero a sopesar para cada colegio, cada grupo, cada alumno...
Una vez un profesor afirmó en televisión que quien hoy día no ha pisado una clase de secundaria no puede hablar de educación en este país (añadiría lo mismo para quien no haya pisado aulas de Infantil y Primaria). Otro –un filósofo de la educación- al ser preguntado sobre las reformas educativas soltó algo como que se deberían visitar más los colegios para conocer sus necesidades. Por aquí van los tiros.
Por último, ¿qué le exijo a la escuela de mi hija? Por encima de todo que cuando la lleve al cole vaya contenta, que a la salida la vea feliz, que me explique lo bien que lo pasa, que –como oí el otro día a una madre- se enfade cuando se tenga que perder una mañana por ir al médico.
Espero que nadie se confunda y entienda o use este artículo como arma contra la escuela o los docentes, cuya profesión es de las más difíciles en las que he trabajado, sino la que más. Para mí los buenos profesores son héroes y profesionales dignos de la más alta consideración.
En mi etapa como maestro sustituto –en la que conocí unas cuantas escuelas de Primaria de Barcelona- si topaba con algún defensor de métodos tradicionales de enseñanza que así lo expresaba, era el docente “marginado” o “mal visto”. Otra cosa es que muchos de los que se llevaban las manos a la cabeza luego usaran métodos similares en sus clases (pero la galería es la galería).
No creo que se haya de retornar de forma exclusiva, ni mucho menos, a los métodos de las clases magistrales, pero tampoco, ni mucho menos, olvidarnos de ellos. Alguien dirá que qué importancia tiene que un crío de doce años memorice las comarcas de Catalunya, los ríos de España o, incluso, ¡las tablas de multiplicar! Pues bien, para mí mucha. Y no tanto por el conocimiento en sí, que también, sino porque aprender estos datos requiere ejercitar, precisamente, la memoria. Y con ello, de paso, empiezas a controlar y dominar una de las partes más importantes del ser humano. A saber: la mente y, en concreto, la atención y la voluntad.
Es muy sencillo atender a algo cuando nos interesa. No hay más que ver cómo los críos y los adultos nos abstraemos con facilidad cuando jugamos o vemos una película de nuestro agrado. Pero otra cosa bien distinta es adiestrar la mente hasta el punto de controlar la voluntad a nuestro antojo en cualquier situación. De hecho, dirigir la atención hacia lo que deseemos o creamos que debemos atender en un momento dado constituye uno de los triunfos capitales del ser humano. De esta manera, no se desperdicia energía en otros quehaceres mentales mientras tenemos que estar concentrados en algo determinado. Todo está dirigido de forma pertinente hacia la actividad que nos concierne, todo se disfruta más y no perdemos el tiempo con lamentaciones del tipo qué aburrido es esto (no dejamos espacio a la psique para la dispersión). Con esto no digo que haya que despreciarse la dispersión, la divagación y el ensueño.
Cuando trabajé de maestro pude comprobar como muchos casos en los que el alumnado no entendía o hacía de forma incorrecta un ejercicio tan solo se debía a la falta de atención, ni más ni menos. Una vez observaban o escuchaban con atención –cuando lograban decirle a su voluntad: “¡Estate quieta aquí!”- la dificultad se resolvía. Y esto se daba tanto para cuando se trataba de comprensión oral como escrita.
En la última década, a mi parecer, ha habido tres cambios profundos en los colegios: el incremento de la inmigración y por lo tanto de la diversidad cultural, el auge sin igual de las nuevas tecnologías –en especial, internet- y la introducción del conocimiento de uno mismo a través de contenidos transversales como pueden ser las emociones. En este último aspecto, ha cobrado mucha importancia la cooperación como habilidad social deseable en toda persona. No creamos que la cooperación es una idea pedagógica sin más. Como otras muchas proviene del mundo empresarial. Es aquí en donde han caído en la cuenta de que, además de la competitividad, un factor clave para el éxito del negocio es la cooperación, ya entre los empleados, ya entre empresas. Parece, sin embargo, que en la escuela ahora se abomine de la competición, como si fuera de golpe y porrazo una especie de mal a erradicar fruto del voraz capitalismo.
A mi entender, la competición es un motivador del aprendizaje tan o más importante que la cooperación. Fijémonos en muchos deportes. Si hay que tratar de mejorar algo en la metodología competitiva es el juego limpio, el saber perder y ganar... Por lo demás, no veo óbice a continuar usando juegos o actividades competitivas en las escuelas, que pueden espolear al alumno a extraer lo mejor de sus capacidades o incitarlo a desarrollarlas más. Error de los docentes sería retar al alumnado con desafíos demasiado difíciles que podrían acarrear desánimo o frustración.
En resumen, creo que los docentes o las escuelas deberían reflexionar –juzgar y valorar- sobre la utilidad o inutilidad de la metodología educativa –y los abusos-, y no oscilar según “las modas” o las órdenes verticales, por otro lado impuestas muchas veces desde instancias que no pisan nunca las aulas o hace muchísimos años que no las viven en el día a día. Y no hablo de un equilibrio entre metodologías. Me refiero a sopesar para cada colegio, cada grupo, cada alumno...
Una vez un profesor afirmó en televisión que quien hoy día no ha pisado una clase de secundaria no puede hablar de educación en este país (añadiría lo mismo para quien no haya pisado aulas de Infantil y Primaria). Otro –un filósofo de la educación- al ser preguntado sobre las reformas educativas soltó algo como que se deberían visitar más los colegios para conocer sus necesidades. Por aquí van los tiros.
Por último, ¿qué le exijo a la escuela de mi hija? Por encima de todo que cuando la lleve al cole vaya contenta, que a la salida la vea feliz, que me explique lo bien que lo pasa, que –como oí el otro día a una madre- se enfade cuando se tenga que perder una mañana por ir al médico.
Espero que nadie se confunda y entienda o use este artículo como arma contra la escuela o los docentes, cuya profesión es de las más difíciles en las que he trabajado, sino la que más. Para mí los buenos profesores son héroes y profesionales dignos de la más alta consideración.
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